A diferencia de la primera mitad del siglo XVI, la disminución de las batallas campales en beneficio de los asedios, los golpes de mano, las escaramuzas y otras operaciones menores afectó de forma fundamental al combate entre las formaciones de infantería, a pesar de lo cual, como veremos, la pica siguió conservando un papel trascendental en todos los ejércitos del periodo.
El renacer de la caballería
Las principales innovaciones tácticas de la época fueron la adopción del mosquete, que se discutirá más adelante, y la irrupción a escala masiva en los campos de batalla de la caballería equipada con armas de fuego. Encontramos distintas denominaciones para este tipo de tropa: reiters, herreruelos, arcabuceros a caballo, argolets y garabies. Los alemanes estaban bien acorazados y, según Bernardino de Mendoza: “traen petos y espaldares, y celadas negros algunos de ellos, y dos pistoletes colgados al arzón de la silla con que pelean, que son arcabuces pequeños”.[1] A los argolets, en cambio, el militar hugonote Théodore Agrippa d’Aubigné los describe como “cavalerie legere” y “armez à la legere”, y los asimila con los estradiotes.[2] En 1575, el cronista Jean Le Frère escribía sobre “estradiotes, argolets y arcabuceros a caballo que la diversidad de los tiempos, los lugares y la necesidad nos han traído”.[3]
Esta variada caballería equipada con armas de fuego comenzó a cobrar importancia en la década de 1540 y demostró su valía en la batalla de San Quintín, en la que los herreruelos alemanes al servicio de Felipe II rompieron a la infantería del ejército francés. Así lo explicaba un oficial galo en una carta que escribió en París el 13 de agosto de 1557, tres días después del choque:
«Los enemigos tenían emboscados seis mil caballeros con pistolas, repartidos en tres cuerpos, que se nos echaron encima cuando volvíamos, a una distancia de tres leguas de San Quintín; tenían también infantería, pero esta marchó sobre nuestro flanco y no pudo llegar a tiempo para atacarnos. Los pistoleros avanzaron contra nuestro frente y se nos echaron encima con tal furia que hicieron una gran masacre entre nuestra infantería alemana».[4]
En contra de lo que se ha sostenido, los herreruelos no vinieron a sustituir a los caballeros armados con lanzas, sino a complementarlos para doblegar una infantería mucho mejor cohesionada que a finales del siglo XV. La utilizad de dicha práctica quedó de manifiesto en Mühlberg (1547), donde la caballería imperial destruyó el ejército del duque Juan Jorge de Sajonia sin que apenas interviniese la infantería propia. Luis de Ávila y Zúñiga, consejero de guerra de Carlos V y testigo de la batalla, explica que los escuadrones de caballería imperiales y del rey Fernando de Hungría, hermano del emperador, combinaban lanzas o celadas, a saber, caballeros con armadura completa y armados con lanzas de ristre –o bien húsares húngaros–, y herreruelos y arcabuceros a caballo:
«Eran los caballos de nuestra vanguardia los que aquí diré. Cuatrocientos caballos ligeros con el príncipe de Salmona y don Antonio de Toledo, y cuatrocientos cincuenta húngaros […]; cien arcabuceros a caballo españoles, seiscientas lanzas del duque Mauricio y doscientos arcabuceros a caballo suyos; doscientos veinte hombres de armas de los de Nápoles con el duque de Castrovilla; nuestra batalla, que era dos escuadrones; el del emperador sería de cuatrocientas lanzas y trescientos arcabuceros tudescos de caballo; el del rey era de seiscientas lanzas y trescientos arcabuceros de caballo».[5]
El soldado Diego Núñez Alba, que combatió en la batalla, explica que no solo la bien cohesionada caballería imperial barrió a la sajona, sino también a los lansquenetes enemigos en un brutal choque cuerpo a cuerpo:
«El duque Mauricio con sus herreruelos ciñó el escuadrón de los herreruelos enemigos por el lado derecho, que por meterse mucho en los húngaros habían dejado vacío. Los enemigos, habiendo disparado sus arcabuces quisieran retirarse al escuadrón de sus celadas para volver a cargar. Empero los húngaros, en viéndolos volver las cabezas […] cubiertos con sus tablachinas, [y] sus lanzas bajas, cerraron con ellos, no se les parando hombre delante que no derrocasen por tierra. […] Los infantes, viendo irse sus caballos huyendo, comenzaron a remolinar y a desconcertarse, cada uno con temor de que habían los otros de huir y dejarlo solo. […] En esto, el emperador llegó a romper con tanta furia con el escuadrón de la infantería que, mudando a los pies la esperanza que hasta entonces habían tenido de salvarse en las manos, los unos dejaban caer las picas, los otros arrojaban las armas [armaduras] por poder más ligeramente huir».[6]
Bernardino de Mendoza, uno de los comandantes de caballería más destacados del duque de Alba y artífice del triunfo español en batalla de Mookerheide (1574), aconsejaría combinar ambos tipos de caballería del siguiente modo en el tratado Teórica y práctica de guerra: “Habiendo lanzas y herreruelos en el ejército, es muy buena manera de mezclarlos [el] poner al costado izquierdo de las lanzas una corneta de herreruelos, que viene a servir como de manga, la cual ha de cerrar poco antes de las lanzas, porque sea de efecto y provecho su compañía y lo hagan los pistoletes, dando su rociada, como lo acostumbran al cargar, en forma de media luna”.[7] Esta era la mejor forma de utilizar los herreruelos y arcabuceros a caballo, como bocas de fuego de los escuadrones de lanzas, y no de manera independiente, cuando combatían siguiendo la táctica de la caracola, que consistía en disparar en círculos contra la formación enemiga sin llegar al cuerpo a cuerpo.
Entre los teóricos de la época existía un amplio consenso en torno a la primacía del choque por encima del combate a distancia, tanto si la caballería atacaba a otras tropas montadas como a la infantería. El hugonote François de la Noue se erigió como firme detractor de la caracola debido a sus malas experiencias en diversos combates de las Guerras de Religión. En sus Discours politiques et militaires (1588), calificó la caracola de “un aciago invento más a propósito para el juego de las barras que para el combate”, para describir a continuación sus principales problemáticas, a saber, que a menudo las tropas que marchaban detrás interpretaban el caracoleo de los herreruelos como una fuga y rompían filas despavoridas, y que por la general solo hacían blanco los hombres de las primeras hileras, pues los demás disparaban al aire, sin olvidar que “los que los han dirigido no se acordaron de que la pistola casi no tiene efecto si no se dispara a tres pasos, y que las tropas [enemigas] no se romperán si no se las arremete con fuerza”.[8] La opinión de su adversario católico Jean de Saulx-Tavannes no era demasiado mejor: “Los franceses, organizados en escuadrones de la misma manera, han alcanzado la ventaja sobre los reiters que caracolean sin llegar al choque. Acometiéndolos mientras viran y están en desorden, los franceses les han pasado por encima con poca resistencia”.[9]
Las batallas de la segunda mitad del siglo XVI evidencian que la caballería recuperó algo de la importancia que había perdido en el primer tercio de la centuria, en el cual pasó de constituir dos terceras partes de los ejércitos en 1494 a apenas una onceava parte en 1528.[10] La proliferación de las pistolas y arcabuces de llave de rueda, que funcionaban sin necesidad de mechas, tuvo que ver en ello, pues, si seguimos a Saulx-Tavannes, desvió la nobleza alemana de la infantería hacia el arma montada: “Toda la nobleza alemana solía combatir a pie, y recibía el nombre de lansquenetes, que significa servidores del país; desde la invención de los pistoletes en la guerra de Carlos V [la Guerra de la Liga de Esmalcalda, 1546-1547], montan a caballo, y no quedan en la infantería más que los burgueses y los campesinos”.[11] Precisamente, en su Relazione di Francia (1572), el embajador veneciano en la corte de Carlos IX, Alvise Contarini, comunicaba al senado veneciano que: “cosa digna de observarse es esta que hemos advertido en esta guerra del reino de Francia, a saber que, si en pocos años la infantería francesa ha mejorado y la caballería empeorado, ha sucedido justo lo contrario en la infantería y la caballería alemanas”.[12]
La infantería en las Guerra de Religión de Francia
Los cruentos conflictos confesionales y civiles que sacudieron Francia tras muerte de Enrique II, en 1559, hasta los últimos años de la centuria, se caracterizaron por el predominio de la caballería en el plano táctico. Las razones fueron diversas: la amplitud del país y su carencia de fortificaciones modernas; la tradición de la nobleza francesa de combatir a caballo; la práctica, habitual desde la década de 1540, de intercalar escuadrones de infantería y caballería, que confería mayor versatilidad al arma montada que si se limitaba a combatir en los flancos del ejército, y la propia naturaleza del conflicto, caracterizado no por grandes asedios y batallas –aunque los hubo–, sino, más bien, por las operaciones de pequeña envergadura.[13]
En este contexto se produjo una creciente especialización entre las unidades de infantería, ligada de forma estrecha a su equipo y nacionalidad. En su estudio del conflicto, James B. Wood identifica unidades con una abrumadora proporción de picas –como el Regimiento suizo de Pfyffer, con un 87% de piqueros y un 13% de armas de fuego–; unidades con un número proporcional de piqueros y de arcabuceros –las “bandas” de infantería francesas–, y unidades con una proporción de bocas de fuego avasalladora respecto a las picas –por ejemplo, las “bandas” italianas que reclutó en 1567 el duque de Nevers, con un 10% de picas y un 90% de arcabuces–.[14] Las unidades con una mayor proporción de picas eran más útiles para las batallas y los asaltos, mientras que las que priorizaban el arma de fuego lo eran para las escaramuzas y golpes de mano. En general, entre los teóricos de la época, la pica gozaba de más renombre que el arcabuz. François de la Noue, sin ir más lejos, escribió que “el arcabuz es propicio para instruir a la gente joven. Cuando han ganado reputación y experiencia, es conveniente colocarlos en el otro rango [la pica], que hay que considerar tanto o más honorable que el primero”.[15] En 1562, Armand de Gontaut, barón de Biron, era del parecer de que la pica era imprescindible:
«Me atrevería a decir que la infantería francesa ha abandonado la pica y, por ende, hay que añadirle una nación que las lleve, tanto en grandes expediciones como en pequeñas fuerzas, según se presente la ocasión, y sobre todo para los asaltos. Sería, pues, muy favorable, contar con uno o dos buenos regimientos de lansquenetes, aunque los suizos serían todavía mejores. Lo cierto es que yo estimo superiores los suizos para un día de batalla en un país abierto y en una gran formación».[16]
De la misma forma que en los ejércitos de la Monarquía Hispánica era común formar escuadrones de nacionalidades mixtas, en general de piqueros alemanes y arcabuceros españoles, en las fuerzas galas católicas y protestantes se combinaría durante las guerras de religión piqueros suizos o alemanes y arcabuceros franceses. El grabado de Frans Hogenberg sobre el orden de batalla de Ivry (1590) es revelador al respecto. Con ello la infantería ganaba versatilidad frente a cualquier clase de tropa. Saulx-Tavannes describe el modo en que debían luchar los piqueros contra la caballería y contra otras formaciones de piqueros, ya que la forma de sujetar la pica y de ordenar las primeras hileras del escuadrón variaba en función del tipo de enemigo:
«El combate de piqueros contra piqueros es diferente del de piqueros contra caballería: en el primero, es bueno tomar impulso a quince pasos para que, al cerrar muchos [hombres], se golpee con fuerza. La caballería hay que esperarla a pie firme; la primera fila de piqueros debe sostener sus picas por la mitad tras fijar el extremo en el suelo; la segunda hilera coloca el pie sobre el extremo de las picas, y las puntas pasan a la altura de la cruz de los piqueros de la primera hilera; la tercera y cuarta filas propinan golpes con sus picas».[17]
La nueva versatilidad de la caballería, tanto por su adopción del arma de fuego como por la práctica de intercalarla entre los escuadrones de infantería, suponía un riesgo doble para los escuadrones con pocas picas. Según De la Noue: “Si no cuentan con picas ni disciplina, no dudo que jamás diez mil arcabuceros […] se atreverían a mostrarse en llano a solo seiscientas lanzas”.[18] En opinión del mariscal Biron: “si unos lansquenetes bien escogidos marchan en gran número, según es su costumbre, con arcabuceros franceses, no hay ciudad ni pueblo que se les resista”.[19]
En las batallas de las Guerras de Religión francesas, el papel ofensivo recayó, sobre todo, en la caballería, lo que no quita que los combates entre formaciones de infantería fuesen comunes, y que se resolviesen casi siempre en el choque de picas. El primer enfrentamiento general, que se produjo en Dreux (1562), ofrece dos magníficos ejemplos que demuestran que, aun cuando en las mentes de ambos comandantes –el católico Montmorency y el protestante Condé–, la clave fuera la caballería, el vencedor solía alzarse con el triunfo merced a sus tropas de a pie. En esta batalla, Montmorency fue apresado al frente de su caballería en la primera carga protestante, en la que el almirante Gaspard de Coligny, al mando de la vanguardia hugonote, rompió con su caballería los hombres de armas y la caballería ligera católica, amén de los regimientos de infantería de Bretaña y Picardía. El núcleo del centro católico era un escuadrón suizo de 5000 hombres –22 o 29 compañías, según las fuentes–, que ocupaba un frente de 500 m y tenía la tarea de proteger ocho piezas de artillería.[20] Contra ellos cargó Condé al mando de 900 hombres hombres de armas, 800 reiters y 200 argolets. El hugonote Jean de Mergey describe la formidable visión: “nos topamos con sus suizos a la cabeza, que nos barraron el paso, y lanzamos algunas cargas sobre ellos, pera era difícil romper a tales erizos, y esto fue en parte la causa de nuestra derrota”.[21] El choque fue extremadamente violento y el escuadrón suizo estuvo a punto de romperse. En palabras del duque de Guisa, segundo al mando del campo católico:
«Marchando entonces sus tres escuadrones de caballería principales hacia nuestra vanguardia, no se detuvieron allí, sino que siguieron derechos al cuerpo de batalla y se desbandaron unos sesenta caballos de los suyos, que llegaron los primeros con gran resolución para embestir contra los suizos tan adentro que llegaron hasta las banderas».[22]
Los suizos perdieron trescientos o cuatrocientos hombres en esta fase del combate, pero aguantaron el envite, reformaron sus filas y realizaron un cambio de frente hacia la izquierda, en paralelo a la línea de avance enemiga. Según el duque de Guisa: “aun así, una vez más, los [jinetes protestantes] los empujaron por tierra en grandes cantidades dos y tres veces, y sus filas fueron rotas, si bien las restablecieron en otras tantas ocasiones”.[23]
Cansada de lanzar fútiles cargas, la caballería hugonote dejó los suizos a sus espaldas para saquear al campamento católico al tiempo que la infantería protestante del cuerpo de batalla, formada por 2000 lansquenetes, al mando de Monsieur Andelot, y 5000 infantes franceses, avanzó para rematar a los maltrechos suizos. A tales alturas, el escuadrón había sufrido pérdidas elevadísimas, de cerca de la mitad de sus efectivos, incluidos diecisiete capitanes, pero el coronel Pfyffer enardeció a sus hombres y pasó al contraataque. Un oficial católico presente, Michel de Castelnau, señor de la Mauvissière, escribió que “los lansquenetes del príncipe de Condé, que los veían asaltados por todas partes, quisieron poner de su parte, pero los suizos, al verlos, lejos de atemorizarse marcharon derechos hacia ellos y los pusieron en fuga”.[24] Que un cuadro entero rompiera filas sin aguardar el embate de la infantería enemiga era inusual, de ahí que Jean Le Frère escribiese en su crónica sobre la guerra: “es cosa cierta que en cincuenta años no habían entrado en Francia hombres más cobardes que estos, a pesar de tenían la mejor apariencia del mundo”.[25]
La resistencia de los suizos, destrozados finalmente por una última carga protestante, permitió que el duque de Guisa, ahora al mando de las fuerzas reales, operase un cambio de frente y contraatacase. En esta ocasión, el protagonismo recayó en los 1900 españoles al mando de Diego de Carvajal, gobernador de Fuenterrabía, que Felipe II había enviado en ayuda de Carlos IX. Uno de sus capitanes, Juan de Ayala, escribió una minuciosa relación sobre la batalla que describe el dispositivo táctico hispano:
«Pedro de Ayala y yo formamos nuestro escuadrón en hileras de 36 piqueros, y guarnecimos cada costado con 11 arcabuceros, de suerte que el frente del escuadrón tenía 58 hombres. Colocamos una manga de arcabuceros delante del escuadrón, a treinta pasos de uno de sus costados. Habíamos emplazado a nuestros mejores hombres en las primeras hileras, como se hace de ordinario, y en dicho orden avanzamos hacia los enemigos, que también venían hacia nosotros».[26]
La infantería hugonote no salió corriendo como los lansquenetes, pero perdió el nervio cuando el escuadrón español llegó a la distancia de carga –15 m– y fue arrollada y masacrada. Según Ayala:
«Marchamos a buen paso y avanzamos delante de todos nuestros escuadrones. Los enemigos nos esperaron con firmeza, pero tras soltar dos descargas a una distancia de cincuenta pasos, al ver que calábamos las picas para cerrar, se espantaron, de suerte que los rompimos sin perder más que seis hombres y matamos a tres mil de los suyos».[27]
La batalla de Dreux demostró que, si bien la caballería llevaba la iniciativa y desempeñaba un claro papel ofensivo, la infantería era la fuerza determinante. La resistencia de los suizos, cuya proporción de picas excedía en mucho lo común en la época, fue la clave del triunfo católico, a la par que la embestida de las picas españolas sobre la infantería hugonote decidió el encuentro. Nos encontramos, de nuevo, ante un combate ganado por las armas de asta. En la siguiente gran batalla de la contienda, la de Moncontour (1569), el ejército protestante al mando de Gaspard de Coligny sería vencido con mucha más facilidad por el ejército real del duque de Alençon, a quien asesoraba el experimentado Tavannes. En esta ocasión, rechazados los reiters protestantes por las descargas de arcabuceros católicos atrincherados tras una línea de carromatos, y puestos en fuga a continuación por la caballería real, el papel de la infantería fue más limitado; consistió en romper y masacrar a su homóloga hugonote.
Después de Moncontour, las Guerras de Religión francesas se redujeron a asedios, choques de caballería y acciones de pequeña envergadura que no implicaban combatir en orden de batalla. La reanudación de las hostilidades a gran escala, en 1585, rubricó la primacía de la caballería por encima de la infantería. La figura militar preponderante en esta fase, Enrique de Navarra –Enrique IV de Francia–, en palabras de Charles Oman: “pertenecía sin duda a la escuela de su tío, el viejo Condé, y creía en ganar batallas por medio de arrolladoras cargas de caballería en las que él mismo lideraría el ataque decisivo”.[28] En este punto se agravó la discordancia entre los modelos militares francés e hispano-neerlandés, que Jean de Saulx-Tavannes describió con un símil histórico: “parece que los dos reyes han escogido concentrar sus principales fuerzas el uno en la caballería, que es el rey de Francia, a imitación de los partos, y el rey de España en la infantería, como las legiones romanas; y deben ser diferentes en los órdenes de batalla, uno para que su caballería combata con ventaja y el otro para que lo hagan sus tropas de a pie”.[29]
Las batallas de Enrique de Navarra, Courtras (1587), Arques (1589) e Ivry (1590), fueron ante todo choques de caballería. Solo en Courtras la infantería de ambos ejércitos se trabó en una melé, un episodio que describe Théodore Agrippa d’Aubigné y que da fe de la gran mejora en la calidad de los infantes hugonotes, cuyos arcabuceros lograron romper, espada en mano, un cuadro de picas católico:
«Os daré a conocer la parte más bonita de la batalla, soslayada o desconocida por todos los escritores, y es que 300 arcabuceros enviados por hileras a molestar a Cluseau recibieron con 10 de sus compañeros, guiados por el señor Jean de Ligourre, a los 200 enfants perdus destacados del batallón y los rechazaron hasta las puntas de las picas; allí los 300 vieron el desorden de los primeros combates y escucharon los gritos triunfales del ejército católico. Los jefes, que veían la batalla perdida, gritaron “¡hay que ir a morir dentro del batallón!”, y del dicho al hecho; hicieron un bonito fuego contra las picas, dejaron el arcabuz en la mano izquierda y empuñaron la espada, se abatieron sobre el bosque y se precipitaron sobre este batallón antes del combate entre los grandes escuadrones».[30]
El interés del enfrentamiento entre Enrique de Navarra y Alejandro Farnesio reside en el contraste entre sus dos escuelas tácticas, tan disímiles que la esperada gran batalla entre los dos grandes del momento no se produjo, pues el italiano esperó siempre al galo tras posiciones atrincheradas, a la par que este no osó arriesgar más que pequeñas porciones de su ejército cuando sorprendió al Ejército de Flandes en campo abierto.
La escuela flamenca del duque de Alba
La Guerra de Flandes (1566-1648), se caracterizó por los asedios y las operaciones que se producían en torno a estos, como ataques a convoyes, socorros e incursiones sobre bases de suministros enemigas. Apenas un puñado de acciones pueden considerarse verdaderas batallas campales entre ejércitos escuadronados: Heiligerlee (1568), Jemmingen (1568), Mookerheide (1574), Gembloux (1578), Noordhorn (1581), Steenbergen (1583) Turnhout (1597) y Nieuwpoort (1600). Solo la de Gembloux se libró en un escenario llano y abierto, en tanto que las demás se vieron afectadas por la accidentada orografía de los Países Bajos, con obstáculos tales como dunas, ríos, canales, pantanos, diques y bosques, lo que limitó en gran medida la acción de la caballería, sobre todo en las provincias septentrionales, surcadas por los innumerables cursos fluviales que formaban los deltas del Rin y el Mosa. En palabras del galés Roger Williams, un mercenario a sueldo de los rebeldes, allí Alba “no necesitaba mucha caballería por la razón de que era seguro que tendría poca ante sí y porque aquellos terrenos no dan lugar a que combatan en ellos muchas tropas de caballos”.[31] En consecuencia, la infantería siguió siendo la fuerza principal.
A mediados del siglo XVI, el modelo táctico de la infantería española había sufrido pocas variaciones respecto a la práctica de las décadas precedentes. En 1552, con ocasión de la estancia del futuro Felipe II en Milán, se organizó allí una batalla campal entre dos escuadrones que ilustra a la perfección el modelo táctico español. El cirujano Joan Cristòfor Calvet d’Estrella, testigo del ejercicio, lo describe al detalle. Primero se produjo el habitual e inconcluso duelo entre los cañones de ambos ejércitos: “con cada escuadrón había algunas piezas de artillería de campaña pequeñas con que se dio principio a la batalla comenzando a jugar la artillería de una parte a otra”.[32] En seguida trabaron escaramuza partidas de arcabuceros de ambos escuadrones, a las que cubrían un puñado de piqueros desgajados del cuadro. Por último, se produjo la arremetida:
«[…] comenzó a jugar el artillería del un escuadrón contra el otro con mucho estruendo de atambores, que tocaban [al] arma; se fueron a acometer con gran furia de entrambas partes, caladas las picas, comenzando la batalla, llevando cada escuadrón sus alas de arcabucería a los lados, jugando de cada parte con grande ánimo, celeridad y presteza, dándose de cada parte grandes rociadas de arcabucería. Luego, llegaba el escuadrón de los coseletes a darse golpes y a romper las picas, combatiendo con tanto ánimo, esfuerzo y valentía, que no se les parecía el trabajo de las escaramuzas y combates que antes habían pasado. Allí era de ver el romper de las picas, el quebrar de las espadas, la priesa del tocar [al]arma de los atambores, el derribar de las banderas por ganarlas los unos a los otros».[33]
Sancho de Londoño, maestre de campo del Tercio de Lombardía, expone en su Discurso sobre la forma de reducir la disciplina militar a mejor y antiguo estado, escrito en 1568, una detalladísima descripción de la importancia táctica de las picas y el modo óptimo de combatir con ellas. Veterano de las Guerra de Italia y de la Guerra de la Liga de Esmalcalda, este capitán muestra que, en “llanura sin arboledas ni fosados, en tal lugar se debe hacer escuadrón cuadrado de gente, para el cual las dos partes de la compañía han de llevar picas, pues ellas entre gente de a pie son la fuerza de los escuadrones, y allí reinas (como se dice) de las armas”.[34] Londoño era partidario de utilizar picas muy largas, de 26 palmos –5,94 m–, al menos en las primeras hileras del escuadrón, que, ya lo vimos en el capítulo previo, eran las que realmente entraban en combate con sus armas. Razona lo siguiente el maestre de campo:
«Los alemanes y esguízaros siempre las traen muy largas, y por eso han tenido las más de sus victorias, que no puede haber mayor ventaja que es ofender sin poder ser ofendido, y está claro que ha de acaecer así entre la pica larga y la corta en su propio lugar, que es el escuadrón, donde no se puede rebatir, ni baraundar, por la espesura de las picas enemigas y amigas. Pues cuando afronta un escuadrón con otro, han de ir tan constipadas, y los soldados tan juntos, que entre uno y otro no pueda pasar persona alguna».[35]
Londoño establece una clara distinción entre los piqueros de las primeras hileras y los flancos del escuadrón, y los de las posiciones interiores. Los primeros eran los coseletes, bien protegidos con armaduras de acero, mientras que los segundos eran los llamados “picas secas”, que llevaban poca o ninguna armadura y tenían una función táctica diferenciada: “Piqueros desarmados son necesarísimos para muchas expediciones que ocurren, a que los conviene enviar con arcabuceros expeditos, por donde no puede ir caballería, ni llegarían a tiempo coseletes”.[36] Entre tales misiones se puede mencionar la persecución del enemigo vencido por un terreno poco apto para la caballería, y el asalto a las brechas de las plazas fuertes durante los asedios. Martín de Eguíluz, en su Milicia, discurso y regla militar (1592) agrega que “la pica seca es extremada para dar alcance al enemigo roto y para con el arcabucería hacer una diligencia de tomar un paso o socorrer alguna parte presto, o para alguna correduría para traer bastimentos al campo”.[37]
En las primeras batallas de la guerra, el Ejército de Flandes y las fuerzas rebeldes utilizaron dispositivos tácticos distintos. Las tropas del duque de Alba llevaban más armas de fuego que picas, por lo que formaban escuadrones más anchos que profundos. Francisco de Valdés describe el dispositivo que el duque empleó en 1568 para enfrentarse a Guillermo de Orange junto al Mosa, aunque no se llegó al choque campal: “halló que no había más picas en todos tres regimientos que mil doscientas, y fueron todos de parecer que se hiciese escuadrón de gran frente, al cual conforme al número de picas que había, y guardando la debida proporción, no se le pudo dar de más frente que de sesenta picas y veinte de fondo”.[38] En cambio, los lansquenetes alemanes que conformaban el núcleo de las fuerzas orangistas llevaban muchas más picas que armas de fuego y formaban sus escuadrones con más fondo que frente. Como señaló Bernardino de Mendoza: “la nación alemana tiene de costumbre de dar a los escuadrones mucho más fondo que cuadro”.[39] No es que la primera opción fuese mejor, sino que una u otra dependían de la cantidad de picas disponibles. Era preciso formar un frente lo suficientemente amplio para evitar que el escuadrón enemigo rebasase el propio por los flancos, pero no tenía sentido ofrecer un frente demasiado alargado a los mosqueteros y arcabuceros enemigos.
En Heiligerlee, conforme a la práctica de la época, antes del choque de picas, se produjeron escaramuzas entre las mangas de arcabuceros de ambos ejércitos, que marcharon al encuentro unas de las otras. Los arcabuceros y mosqueteros españoles avanzaron hasta tener a su alance los dos grandes escuadrones de lansquenetes de Luis de Nassau, a los que los que mermaron con sus disparos. Las picas alemanas comenzaron a agitarse y chocar unas con otras, lo que se denominaba “palotear”. Algunos coseletes del Tercio de Cerdeña, en un acto de indisciplina flagrante, pasaron entonces al ataque. Lo describe detalladamente Bernardino de Mendoza:
«[…] dando a la primera rociada algunas balas en sus escuadrones, empezaron a removerse, paloteando en ellas las picas. Lo cual, visto por algunos soldados nuestros, y [asimismo] retirarse a buen paso su manga de arcabuceros de la loma por la carga que los nuestros al mismo tiempo les daban, sin tener hecho escuadrón ni orden alguna, arremetieron número de doscientas picas a la deshilada por frente a sus escuadrones antes de tener reconocidos los pantanos y atolladeros».[40]
Los coseletes se metieron inadvertidamente en una turbera, y allí fueron embestidos y masacrados por el mayor de los escuadrones protestantes. Todo el ejército católico se desintegró con rapidez, y el propio comandante, el duque de Aremberg, cayó en una carga de caballería desesperada para tratar de salvar la situación. El Tercio de Cerdeña perdió unos cuatrocientos cincuenta soldados y diez oficiales: tres capitanes y siete alféreces.
En Jemmingen las cosas sucedieron de manera muy distinta. Esta batalla es célebre, sobre todo, porque por primera vez quedó patente la gran utilidad táctica del mosquete, que el duque de Alba había incorporado en pequeñas cantidades a su infantería en 1567, antes de partir el ejército de Italia con destino a Flandes. El episodio más conocido del combate es aquel en el que Hernando de Toledo y Julián Romero, apostados con varios centenares de arcabuceros y mosqueteros en un dique del río Ems a la izquierda de la posición orangista, detuvieron con sus descargas el avance, en aquel paso estrecho, de dos de los escuadrones enemigos: “Nuestros mosqueteros y arcabuceros empezaron a jugar en ellos furiosamente, tirándoles tan a menudo, que sin osar pasar adelante, habiendo andado como trescientos pasos, se volvieron a su fuerte”, escribió Mendoza.[41] El triunfo católico, sin embargo, se decidió con el avance general de los escuadrones sobre la posición orangista una vez que la arcabucería y mosquetería los hubieron ablandado. Así lo describe el cronista Pedro Cornejo: “Los soldados españoles […] que por ser viejos en el ejercicio de la guerra y bien disciplinados pierden pocas veces la ocasión que se les ofrece, viendo abierto el escuadrón y remolinear las picas, hecha una pequeña oración, según la loable costumbre que ellos usan en tales trances, arremetieron tan soberbiamente […] como digo, aunque pasaban de doce mil soldados”.[42]
El arma de fuego se reveló de suma utilidad contra tropas poco experimentadas, como las que formaron los rebeldes en Holanda en 1572 para oponerse al avance del Ejército de Flandes y socorrer Haarlem, sitiada aquel diciembre. En uno de los intentos de socorro se produjo un choque que ilustra tanto el ineficiente empleo de la pica por parte rebelde como el modo en que los arcabuceros podían destruir un escuadrón de infantería, que, como en el ejemplo que describe Agrippa d’Aubigné en Courtras, implicaba acribillar primero a los piqueros y luego acometerlos cuerpo a cuerpo con las espadas. La relación de un anónimo oficial español explica el dispositivo que había formado el ejército rebelde llegado desde Leiden: “tenían su escuadrón muy bien formado, el cual era hermosísimo, porque estaba muy bien armado y guarnecido con su arcabucería, y sacadas sus dos mangas, y en un sitio que tenían por delante un arroyuelo, a su caballería habían puesto sobre la mano derecha, un poco en vanguardia”.[43] Don Fadrique, hijo del duque de Alba, cerró el camino a los rebeldes con un puñado de arcabuceros y una tropilla de hombres de armas, que entretuvieron a los enemigos, comandados por Guillermo de La Marck, señor de Lumey, hasta que los católicos recibieron refuerzos alemanes y pasaron a la ofensiva:
«A los treinta arcabuceros y algunos de los caballos que iban delante con S. E., les mandó comenzar a trabar la escaramuza, e hiciéronlo y dieron una carga a su caballería tan buena, que se retiró y mostró tanta flojedad, que se les conoció muy bien la flaqueza que tenían; poco a poco, como vinieron llegando las picas alemanas y habían llegado doscientos arcabuceros suyos donde estaba el Sr. D. Fadrique, el cual, con ellos y con el favor de las picas, se fue mejorando hacia el escuadrón de los enemigos porque los vio que comenzaban a palotear con las picas y hacer remolinos, mandó que se apretase más la escaramuza; y S. E., con el cuerpo entero de la arcabucería, se fue siempre llegando a los enemigos, los cuales comenzaron a mostrar señales de huida; viendo esto el Sr. D. Fadrique, con los pocos caballos que iban con S. E. y con la arcabucería, cerró con todo su escuadrón, y sin hacer ninguna resistencia lo trastornó y se pusieron todos en huida».[44]
El poder arrollador de los escuadrones españoles, que los rebeldes sufrieron de nuevo en Mookerheide y Gembloux, indujo en los comandantes rebeldes –profesionales ingleses y franceses como François de la Noue, John Norris, Philip von Hohenlohe-Neuenstein o Armand de Gontaut– cierto miedo a enfrentarse al Ejército de Flandes a campo abierto. Este temor solo comenzó a remitir en 1586 a consecuencia de la batalla del dique de Batenburg, durante el sitio de Grave, en la que los rebeldes alcanzaron una pequeña victoria en un feroz choque entre las respectivas formaciones de picas. El capitán Alonso Vázquez escribió que: “Los rebeldes quedaron tan ufanos de haber medido sus picas con las españolas, porque hasta entonces, como ya he escrito, no se habían atrevido en muchas ocasiones que se habían ofrecido, si no era detrás de las murallas o trincherones fuertes, que les creció la confianza de poder salir con otras empresas más dificultosas”.[45]
Que las batallas campales escaseasen, sin embargo, no fue óbice para que las tropas combatiesen en escuadrón en incontables ocasiones. Bien podía suceder que un ejército, generalmente el católico, atacase al protestante en un campamento fortificado con trincheras, como sucedió en Rijmenan (1578), el Burgorante de Amberes (1579) o Engelen (1587), o que tendiese una emboscada a gran escala a una columna de tropas enemigas con carros de suministros, con facciones tan sonadas como la de Zutphen (1586). También en las encamisadas y golpes de mano se mantenían escuadrones formados para el caso de que el ataque fuese descubierto y fuese preciso cubrir a los hombres involucrados. Lo mismo sucedía en los asedios como respuesta a la salida, por sorpresa, de los defensores. En estas circunstancias se solía formar “escuadrones volantes”, que no sumaban miles de hombres, sino unos pocos centenares. El galés Roger Williams describe la lucha delante de Middelburg, en 1572, entre las tropas rebeldes de las que formaba parte y los defensores católicos de la ciudad, que habían caído sobre sus posiciones:
«El capitán Morgan y sus hombres armados [coseletes] avanzaron con resolución hasta el choque de picas, y lo propio hicieron los franceses y los valones, que dispararon sus descargas contra ellos desde los flancos y los incomodaron tanto que en breve el enemigo no avanzó más […]. La escaramuza, que fue muy fogosa, duró casi dos horas durante las que nuestros hombres llegaron al choque de picas en dos ocasiones».[46]
En Zutphen, la lucha fue muy encarnizada. El convoy español estaba defendido por un escuadrón volante de seiscientos hombres de los tercios de Francisco de Bobadilla y Juan del Águila, que no solo frenaron el embate de la caballería inglesa, aunque esta logró romper las dos o tres hileras de vanguardia, sino que también se enfrentaron con un escuadrón de infantería inglesa y lo pusieron en desbandada con el concurso de los arcabuceros. Como cuenta Alonso Vázquez:
«En este medio el escuadrón volante de los rebeldes, que era más superior que el católico, cerró con él por un costado con mucha presteza; pero fue tan resistido con la misma fuerza que lo acometieron, y terciando las picas los unos con los otros se dieron recísimos botes hasta que la arcabucería española los hizo retirar con estraña ligereza, porque este día ella y la valona hicieron todo aquello que humanamente se podía».[47]
Las reformas de Mauricio de Nassau
Designado capitán general del Ejército de las Provincias Unidas en 1587, Mauricio de Nassau no tardó en convertirse en un referente para amigos y enemigos. Sin embargo, sus presuntas innovaciones deben ser sometidas a un riguroso escrutinio. No inventó el fuego por hileras, conocido ya en el siglo XV; tampoco es suya la idea de reducir el número de picas y aumentar el de arcabuces y mosquetes, y los escuadrones de gran frente ya los había puesto en práctica el Ejército de Flandes dos décadas antes. En todo caso, las reformas de Mauricio, lejos de superar el modelo español, lo que hicieron fue igualar al tercio la ineficaz infantería de las Provincias Unidas, deudora de las tropas de lansquenetes que habían formado los ejércitos rebeldes en los inicios de la revuelta. Aún así, es difícil atribuir sus éxitos militares a las novedades tácticas que introdujo, pues, como señaló D. J. B. Trim, a lo largo de su carrera evitó siempre las batallas campales y no libró más que una, la de Nieuwpoort (1600), lo que no permite extraer conclusiones sobre su habilidad táctica.[48]
La innovación de Nassau que equiparó la capacidad combativa de las tropas neerlandesas con las del Ejército de Flandes fue el constante adiestramiento de la tropa tanto a escala individual, en el manejo de sus armas, como a escala táctica, en las maniobras de formaciones. Del grado de complejidad del primer aspecto da fe el Wapenhandelingen van Roers, Musquetten ende Spiesen (1607) de Jacob de Gheyn II, una serie de grabados que recoge los movimientos que debían realizar los piqueros, arcabuceros y mosqueteros del Ejército de las Provincias Unidas. El manejo de la pica implicaba veintiún movimientos, el del arcabuz, cuarenta y dos, y el del mosquete, cuarenta y tres.[49] Aún en la década de 1590, los regimientos de infantería neerlandeses incluían una mínima cantidad de soldados armados con alabardas, espada y rodela, e incluso montantes, puesto que no fue hasta febrero de 1599 cuando entraron en vigor en las Provincias Unidas las primeras regulaciones que fijaban el armamento y el número de efectivos de la compañía de infantería.[50]
Mauricio, y sus mentores y colaboradores principales, Guillermo Luis de Nassau-Dietz y Juan Mauricio de Nassau-Siegen, llevaron a cabo múltiples experimentos tácticos, inspirados por teóricos militares griegos, romanos y bizantinos, en especial Eliano el Tácito y el emperador León VI el Sabio, que los influenciaron en la manera de maniobrar los escuadrones y sus subdivisiones tácticas.[51] En el plano armamentístico, sin embargo, no llevaron a cabo muchas innovaciones. Los grabados de Jacob de Gheyn muestran que los piqueros blandían la pica de forma similar a como explicitaba cuatro décadas atrás Sancho de Londoño. Sí se produjo un intento, en 1595, de encuadrar una mayor cantidad de rodeleros en las compañías, pero no fructificó ante la reticencia de los oficiales y los Estados Generales. Anthonie Duyck, funcionario del Consejo de Estado de Holanda agregado al ejército, describe el espléndido desempeño de las rodelas contra las picas en una serie de ejercicios:
«Su Excelencia había ordenado hace mucho la fabricación de grandes escudos o rodelas a la manera romana para ver si era posible romper un batallón de picas con ellos, y en varias ocasiones los puso en práctica en La Haya y halló que lograban un buen efecto. Por ello, hoy puso a prueba en el campamento la misma técnica contra los soldados ingleses, que luchan bien con las picas, y obtuvo el mismo resultado, pues las rodelas se abrieron paso entre ellas».[52]
La introducción en grandes cantidades de un arma que, por entonces, se utilizaba de modo limitado en los asaltos, para arremeter en las brechas con una protección a prueba de balas, estaba condenada de antemano al archivo a pesar de contar también con partidarios en el otro bando, en el que Diego de Álava y Viamont defendió su uso en El perfecto capitán instruido en la disciplina militar y nueva ciencia de la artillería (1590), inspirándose también en modelos romanos.[53] Aunque el resurgir de la rodela quedó aparcado, las teorías de Mauricio y sus colaboradores aparecen plasmadas en un manual, De Nassavsche Wapen-Handelinge van Schilt, Spies, Rappier end Targe (1618), ilustrado por Adam van Breen, que muestra no solo infantes armados con espada y rodela, sino también piqueros equipados con escudos –una excentricidad mucho menor que la pretensión del inglés William Neade, en 1625, de crear una infantería mixta de piqueros con arcos largos–.
A pesar de la tendencia a considerar el modelo de Mauricio como fundado eminentemente en las armas de fuego, la única batalla campal del periodo, la de Nieuwpoort (1600), se caracterizó por un duro y prolongado combate cuerpo a cuerpo entre las picas de los respectivos escuadrones, que relatan oficiales de ambos bandos. Antonio Carnero, contador del Ejército de Flandes, escribió que “la infantería, que había acometido de frente y ganado la primera duna, peleaba valerosamente por ganar la grande, donde estaban plantadas las cinco piezas de artillería […]; se peló con gran porfía, y llegaron a hacerlo pica a pica más de una hora con señal de victoria y gran esperanza de ella”.[54] Luis Gunther de Nassau, que comandaba la caballería de las Provincias Unidas, señaló: “la infantería llegaba de continuo a las manos a golpes de pica y de espada, y tan buen punto unos llevaban lo peor como lo hacían los otros […]. El cruel combate que se libró fue increíble, particularmente entre la infantería, que pasó dos horas sin cesar a las manos, pica contra pica, sin haber un solo terrón de la duna que no se tomase y retomase al asalto, en especial entre los ingleses, los franceses y los valones».[55]
A principios del siglo XVII, en conclusión, la pica seguía siendo la reina de las armas, el pilar de los ejércitos en los días de batalla y en multitud de ocasiones distintas, pues se trataba, tal y como hemos visto, de un arma versátil y eficaz tanto contra la caballería como frente a la infantería. El arte de la guerra experimentó una transformación ostensible en la segunda mitad del siglo XVI, pero no tanto a escala táctica como estratégica, organizativa y logística. En la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) se introdujeron las innovaciones que consagrarían de manera definitiva el predomino del arma de fuego.
Bibliografía
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- Quatrefages, R. (1983): Los Tercios. Madrid: Servicio de Publicaciones del Estado Mayor del Ejército.
Àlex Claramunt Soto (Barcelona, 1991) es director de Desperta Ferro Historia Moderna, graduado en Periodismo y doctor en Medios, Comunicación y Cultura por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de dos libros, Rocroi y la pérdida del Rosellón (HRM Ediciones, 2012), y Farnesio, la ocasión perdida de los Tercios (HRM Ediciones, 2014) y coautor junto con el fotógrafo Jordi Bru del libro Los tercios, además de diversas colaboraciones en obras colectivas. Ha formado parte del consejo editorial del Foro de Historia Militar el Gran Capitán, el principal portal en lengua española sobre esta temática, y ha trabajado varios años en el diario El Mundo como responsable de la sección de agenda en la delegación de Barcelona, coordinador de la sección El Mundo de China del suplemento Innovadores, y redactor web de dicha publicación.
Notas
[1] Mendoza, B. (1592): Comentarios de don Bernardino de Mendoça de lo sucedido en las guerras de los Payses Baxos: desde el año de 1567 hasta el de 1577. Madrid: Pedro Madrigal, p. 20.
[2] D’Aubigné, T. A. (1873): Œuvres complètes de Théodore Agrippa d’Aubigné. Paris: Alphons Lemerre, pp. 405-406
[3] Le Frère de Laval, J. (1575): La vraye et entière histoire des troubles et guerres civiles: avenuës de nostre temps, pour le faict de la religion, tant en France, Allemaigne que Pays Bas. Paris: Marc Locqueneulx, p. 155.
[4] Carta sin firma sobre la batalla de San Quintín, París, 13 de agosto de 1557, en Lemaire, E.; et. al. (1896): La guerre de 1557 en Picardie. Saint-Quentin: Charles Poette, p. 266.
[5] Ávila y Zúñiga, L. de (1550): Comentario del ilustre señor D. Luis de Avila y Zuñiga, comendador mayor de Alcantara, de la guerra de Alemania hecha por Carlos V, maximo emperador romano, rey de España, en el año de MDXLVI y MDXLVII. Anvers: Juan Steelsio, p. 87.
[6] Núñez Alba, D.; Fabié, A. M. (ed.) (1890): Diálogos de la vida del soldado de Diego Núñez Alba. Madrid: Librería de los Bibliófilos, pp. 206-207.
[7] Mendoza, B. de (1596): Theorica y practica de guerra. Anveres: Emprenta Plantiniana, p. 56.
[8] Noue, F. de la (1588): Discours politiques et militaires. Paris: François Forest, p. 312.
[9] Saulx-Tavannes, J. de (1838): Mémoires de tres-noble et tres illustre Gaspard de Saulx, seigneur de Tavannes, en Mémoires pour servir a l’Histoire de France, VIII. Paris: Adolphe Everat, p. 267.
[10] Taylor, F. L. (2010): The Art of War in Italy 1494-1529. Cambridge: Cambridge University Press, p. 61.
[11] Saulx-Tavannes, op. cit., p. 267.
[12] Contarini, A. (1572): Relazione di Francia, en Albèri, E. (ed) (1860): Le relazioni degli ambasciatori veneti al Senato raccolte, annotate ed edite da Eugenio Albèri, IV. Firenze: Socièta Editrice Fiorentina, p. 233.
[13] Wood, J. B. (2002): The King’s Army: Warfare, Soldiers and Society During the Wars of Religion in France, 1562-76. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 132-133.
[14] Wood, op. cit. p. 111.
[15] De la Noue, op. cit., pp. 267-268.
[16] Gontaunt, A. de (barón de Biron) (1936): The Letters and Documents of Armand de Gontaut: Baron de Biron, Marshal of France (1524-1592). Berkeley: University of California Press, p. 63.
[17] Tavannes, op. cit., p. 84
[18] De la Noue, op. cit., p. 315.
[19] Biron, op. cit., p. 63.
[20] De Coynart (1894): L’année 1562 et la Bataille de Dreux. Paris: Firmin-Didot et cie., p. 27.
[21] Mergey, J. de; Camusat, N. (ed.) (1788): Mémoires du sieur Jean de Mergey, gentilhomme champenois, en Collection Universelle des mémoires particuliers, relatives a l’Histoire de France, XLI. Paris: Rue et Hôtel Serpente, p. 63.
[22] Lorena, F. de (duque de Guisa) (1562): Discours de la bataille de Dreux dicté par feu, en Lafaist, L. (ed.) (1835): Archives curieuses de l’histoire de France. Paris: Beauvais, p. 111.
[23] Lorena, op. cit., p. 112.
[24] Castelnau, M. de (señor de la Mauvissière) (1823): Mémoires de Messire Michel de Castelnau. Paris: Foucault, pp. 244-245.
[25] Le Frère de Laval, J. (1583): La vraye et entiere histoire des trovbles et gverres civiles aduenues de nostre temps, tant en France qu’en Flandres & pays circonuoisins, depuis l’an mil cinq cens soixante, iusques à present, I. Paris: Guillaume de la Nouë, p. 188.
[26] Carta de Pedro de Ayala a don Francisco de Cisneros, Dreux, 22 de diciembre de 1562, en Lafaist, L. (ed.) (1835): Archives curieuses de l’histoire de France. Paris: Beauvais, p. 87-88.
[27] Ayala, op. cit., pp. 88-89.
[28] Oman, C. (1937): A History of the Art of War in the Sixteenth Century. London: Methuen & Co, p. 466.
[29] Tavannes, op. cit., p. 217.
[30] D’Aubigné, A. (1616): L’histoire universelle du sieur d’Aubigné. Maille: Jean Moussat, p. 53.
[31] Williams, R. (1618): The actions of the Lowe Countries. London: Humfrey Lownes, pp. 89-90.
[32] Calvet d’Estrella, J. C. (1552): El felicísimo viaje del muy alto y muy poderoso príncipe don Phelippe desde España a sus tierras de la baja Alemania. Anvers: Martin Nuncio, p. 28.
[33] Calvet, op. cit., pp. 28-29.
[34] Londoño, S. de (1589): Discurso sobre la forma de reduzir la disciplina militar à mejor y antiguo estado. Bruselas: Roger Velpuis, p. 9
[35] Londoño, op. cit., p. 9
[36] Londoño, op. cit., p. 11.
[37] Eguiluz, M. de (1592): Milicia, discurso, y regla militar del capitan Martin de Eguiluz. Madrid: Luis Sáchez, p. 96.
[38] Valdés, F. de (1589): Espejo y deceplina militar en el qual se trata del officio del Sargento Mayor. Bruselas: Roger Velpius, p. 14.
[39] Mendoza, B. (1592): Comentarios de don Bernardino de Mendoça de lo sucedido en las guerras de los Payses Baxos: desde el año de 1567 hasta el de 1577. Madrid: Pedro Madrigal, p. 48.
[40] Op. cit., p. 48.
[41] Op. cit., p. 69.
[42] Cornejo, P. (1580): Origen de la civil disension de Flandes. Turín: herederos de Bebilaqua, pp. 51-52.
[43] Anónimo (1572): Relación de lo que se ha hecho después que se tomó Malinas con el ejército que guía el Sr. D. Fadrique en Flandes, para entrar en Harlem, en Sancho Rayón, J.; Zabalburu, F. de (eds.) (1880): Colección de Documentos inéditos para la Historia de España, LXXV. Madrid: Miguel Ginesta, pp. 148-149.
[44] Ídem.
[45] Vázquez, A. (1610): Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alexandro Farnese, II, en Sancho Rayón, J.; Zabalburu, F. de (eds.) (1879): Colección de Documentos inéditos para la Historia de España, LXXIII. Madrid: Miguel Ginesta, p. 67.
[46] Williams, op. cit., pp. 59-60.
[47] Vázquez, op. cit., p. 219.
[48] Trim, D. J. B. (2013): Maurice of Nassau, en Messenger, C. (ed.): Reader’s Guide to Military History. London: Routledge, p. 347.
[49] Delbrück, H. (1990): The Dawn of Modern Warfare. Lincoln, London: University of Nebraska Press, p. 170.
[50] Nimwegen O. van (2010): The Dutch Army and the Military Revolutions, 1588-1688. Woolbridge: Boydell Press, p. 87, 91.
[51] Hoeven, M. van der (1997): Exercise of Arms: Warfare in the Netherlands, 1568-1648. Leiden: BRILL, p. 79.
[52] Duyck, A.; Mulder, L. (ed.) (1862): Journaal van Anthonis Duyck (1591-1602), I. ‘S-Gravenhague, Arnhem: Martinus Nijhoff, D. A. Thieme, p. 635.
[53] Álava y Viamont, D. de (1590): El perfeto capitan, instruido en la disciplina militar, y nueua ciencia de la artilleria. Madrid: Pedro Madrigal, p. 136.
[54] Carnero, A. (1625): Historia de las guerras civiles que ha avido en los estados de Flandes des del año 1559 hasta el de 1609 y las causas de la rebelion de dichos estados. Bruselas: Juan de Meerbeque, p. 475.
[55] Luis Günther de Nassau a Juan de Nassau, relación de la batalla de Nieuwpoort, en Prinsterer, G. G. van (1858): Archives ou correspondance inédite de la maison Orange-Nassau, II (1600-1625). Utrecht: Kemink et fils, p. 31 y 33.
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